Hay lecciones en la carpintería que se aprenden con libros y tutoriales, y otras que solo se aprenden a martillazo limpio... literalmente.
Hace un tiempo, estaba trabajando en un proyecto simple: una repisa flotante. Mi plan era algo sencillo y elegante, pero el universo tenía otros planes. Allí estaba yo, confiado, sosteniendo un clavo con una mano mientras empuñaba el martillo con la otra, como si estuviera en un concurso de bricolaje extremo.
Primero, un golpe certero: ¡pam! El clavo entró como manteca. Segundo golpe: algo torcido, pero aceptable. Tercer golpe: ¡PAF!... mi dedo gritó lo que mi orgullo no quiso admitir. Había fallado de una manera tan espectacular que hasta el martillo parecía mirarme con lástima.
Mientras bailaba alrededor del taller sosteniéndome el dedo, mi perro (testigo silencioso de mis fracasos) decidió que ese era el momento perfecto para sentarse sobre la madera. Sí, sobre la repisa en progreso. Ahora, no solo tenía un dedo herido, sino un proyecto con una huella canina perfectamente marcada.
La moraleja de la historia: la carpintería no siempre sale como uno espera, pero las anécdotas siempre valen la pena. Cada martillazo fallido, cada tabla torcida y cada huella inesperada son parte del viaje. Y si alguna vez sientes que la madera te está ganando, recuerda: siempre puedes culpar al perro.
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